La segunda parte de esta novela de Murakami prosigue la línea de la primera y de la narrativa de Murakami en general. El narrador y protagonista continúa con su cuadro y aprende lentamente a moverse en el entorno de irrealidad en que le ha situado el cuadro que ha encontrado en el desván. Su enigmático vecino, la niña Marie y su tía, su amigo Masahiko y su (todavía) mujer Yuzu forman parte de una aventura por un mundo paralelo en la que, de algún modo, el protagonista se tiene que reinventar.
Una vez que uno ha aceptado las reglas del juego de Murakami, en las que vale todo lo que él defina —está en su derecho, pues en definitiva, es el autor del libro—, se disfruta del peculiar estilo de narrativa lineal de Murakami, con sus descripciones detalladas y asépticas de asuntos cotidianos. Un tema aparte es, creo que hay que mencionarlo, el papel que asume la vida sexual de sus personajes en las narraciones.
A los temas recurrentes de otros libros de Murakami, como la música, la geografía de Japón y la comida japonesa, se suma en este libro como tema dominante el trabajo de un pintor retratista. Así como el cuadro «La muerte del comendador» desborda los lindes del lienzo e irrumpe en la vida de su observador, también los retratos del protagonista desarrollan una vida propia, hasta tal punto que el pintor se siente obligado a no terminar el cuadro de Marie para evitar daños mayores.
En definitiva, una novela típica de Murakami, que tampoco contribuirá a que le den por fin el merecido Premio Nobel.
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