Policía gorila, por Inés Mateos

Nunca me he planteado qué podía ser lo que me perseguía. No es que no me interesase, pero de algo estoy seguro: no me iba a quedar a su alcance para averiguarlo.
Se que no son humanos, no preguntéis cómo pero lo se. Se, he podido comprobarlo, que solo los veo yo. Con verlos no quiero decir eso exactamente, porque los ojos no entran aquí para nada, sería más propio decir que los siento. Tampoco sé cómo. Se que su presencia me intranquiliza, me atenaza el estómago, me provoca un nudo en la garganta y, sobre todo, me dispara todas las alarmas.
Al principio, quedaba paralizado de miedo y de sorpresa. Podía suceder en cualquier momento: mientras me duchaba, comía, estudiaba o jugaba a mi deporte favorito, el futbol. Era y es una sensación espantosa, pero por entonces yo no sabía combatirla.
Me vieron muchos médicos, que me encontraron de todo menos lo que yo tenía, incluso me operaron de apendicitis, yo creo que por hacer algo. Yo lo ignoraba de la mejor forma posible, tenía fama de entusiasta, a veces, demasiado, lo que nadie sabía era que mi comportamiento infantil y alocado era una máscara, yo sufría.
Se lo confesé a mis padres, sin mucho detalle, en un par de ocasiones, por encima, hasta que me di cuenta que empezaban a temer por mi salud mental, tendría yo, unos trece años. Un día me cansé y me largué. Con catorce años y solo en el mundo era más vulnerable, pero, a la vez, más fuerte. Con dieciséis, había alcanzado la madurez que consiguen los chicos de mi instituto a los treinta.
Voy a contar el capítulo de mi vida en el que viví, en pocas semanas, varios de los momentos más importantes en la vida de todo ser humano. En esos días, que recuerdo con la nitidez de una película a cámara lenta, tomé la mayor y más importante decisión de mi vida, aunque, por supuesto, en ese momento, yo no tenía ni idea.
Huir de Madrid nunca fue fácil, pero parecía que la suerte me acompañaba. Los primeros meses me escondí fuera. Ni siquiera quiero recordar como sobreviví, solo diré que no fue siempre de forma honrada.

Pero el verdadero problema me llegó a los dieciséis. Un policía enorme que pretendía, al parecer, ser amable me paró según pasaba por la calle. En esa época estaba en un pueblo no muy grande de la sierra, pronto caí en la cuenta de que me había quedado demasiado tiempo en el mismo lugar, tan solo habían sido unos meses, pero me habían encontrado. Me dijo, con una sonrisa (exagerada), que me había estado observando desde hacía un tiempo. He ahí un gran fallo por mi parte, ¿Cómo se me ocurría llegar de extranjis a un pueblo pequeño en el que se conoce todo el mundo y pasar todos los días frente a la oficina de la policía para ir a trabajar?
Ahora lo veía claro. El hombre, cubriendo su interés con una fingida amabilidad, me preguntó por mis padres, si me había mudado hace poco, por qué no estaba en el colegio y demás. Yo mentí en todo, era algo que se me daba bien, llevaba casi dos años haciéndolo continuamente.
Pronto descubrí que el hombre que me acribillaba a preguntas de todo tipo estaba mejor informado de lo que parecía, me había pillado. De repente, pareció como si se le nublaran los ojos un instante, la sonrisa desapareció y yo padecí aquel horrible presentimiento: me habían encontrado, no la policía, sino ELLOS. Todo a la vez, en un instante. Al siguiente me encontraba fuertemente sujeto por unas manos muy grandes y de camino a la comisaría. Podría haberme defendido, llevaba tiempo entrenándome y tenía más fuerza de la que aparentaba, pero sabía que era inútil y estaba demasiado asustado como para pensar si quiera en huir.
La verdad es que, en ese momento, ir a la comisaría me parecía una nimiedad comparado con las miles de cosas que se me rondaban la cabeza. Tan concentrado iba en mis pensamientos que tropecé con el escalón de la entrada y llegué al despacho casi literalmente arrastrado por el policía-gorila.
La sala no era ni mucho menos como cabe imaginar y como la presentan las películas, no había gente con muecas asesinas, esposadas y sujetadas entre varios guardias, era un sitio tranquilo con mesas, ordenadores y gente normal trabajando.
Ahí me llevaron y yo avancé como un autómata hasta sentarme en una silla al fondo de la sala, frente a una mesa como las demás pero

vacía. Pronto, mi querido amigo se ocupó de que no pudiera respirar tranquilo y siguió con sus preguntas, me mostró sus indagaciones. No iba muy desencaminado.
Según él, llegué hacía unos dos meses y me instalé en la casa abandonada de las afueras del pueblo como ocupa, comencé a trabajar en la tienda de comestibles de la zona y rápidamente me gané la confianza del dueño con mi eficiencia y puntualidad, evitando así que me preguntara demasiado por mis padres. Hasta ahí, todo era cierto. Lo demás solo eran vagas suposiciones que ni por asomo se acercaban a la realidad.
Al terminar me invitó a que le dijera mi nombre y me volvió a hacer las mismas preguntas que ya me había hecho antes de entrar y a las que respondí de nuevo mintiendo. Notaba como se concentraba en cada expresión de mi cara que pudiera indicar el engaño. Estaba seguro de que le mentía, se le veía en los ojos, y se esforzaba en encontrar alguna prueba de ello. Lo que no sabía es que yo tenía preparada toda una historia que me había repetido tantas veces que era capaz de contarla sin dejar ver nada que yo no quisiera. Siempre estuve preparado, por si sucedía algo así.
Continué relatando mi inventada historia con un tono aburrido y desinteresado, totalmente premeditado, por supuesto. Podría haber sido actor si hubiera querido. Pero en ese momento algo llamó la atención de mis ojos. La mía y la de todos los demás de la sala.
Una chica de mi edad o algo menor, con el pelo marrón claro, la cara contraída por el esfuerzo y peleando por soltarse de los brazos de otro policía que bien podría ser hermano del que me había atrapado a mí, estaba revolucionado toda la comisaría. Nuestros ojos se encontraron un momento, estábamos los dos en la misma situación. Al fin, consiguió soltarse, escurriéndose ágilmente del guardia y sorteando las piernas de los que la intentaban atrapar. Ojalá tuviera yo esa facilidad de correr y esquivar los miles de brazos que quisieron frenarla. Yo tenía fuerza, pero su agilidad era envidiable.
La comisaría quedó un instante quieta y en silencio, luego, dos policías salieron corriendo tras la fugitiva y todo volvió a la normalidad. Yo, sin darme cuenta, había parado mi discurso pero mi interlocutor no daba muestras de haberse percatado. Me miró, se

levantó de la silla y salió a la puerta para comprobar cómo iba todo. No parecía que le impresionase mucho el acto de la niña.
Al cabo de unos minutos regresaron los policías llevando entre los dos un amasijo de piernas y brazos que pataleaban histéricamente. La escena era, aunque triste, algo surrealista. No pude evitar pensar en lo bruta y dura de roer que era la niña, de aspecto angelical exceptuando sus insultos y alusiones a las madres de los policías.
Yo quedé rápidamente en un segundo plano pues mi captor se afanaba ahora, junto con otros tres, en reducir a la imparable niña. Por supuesto, aproveché esos valiosos minutos para planificar una huida rápida. Me desplacé discretamente hacia la puerta, todos los ojos estaban vueltos hacia el lío de gritos de la esquina contraria.
Según salía por la puerta, los gritos y ruidos cesaron. Me reí para mis adentros, habían tardado mucho en parar a la niña loca. Eché a correr por la única calle en la que no paseaba un policía. Mi sorpresa fue mayúscula cuando oí pasos y gritos (ordenes de los guardias), a mis espaldas y una chica muy guapa se puso a mi altura, corriendo también. La niña del pelo claro se había logrado escapar, sin poder evitarlo, nos dirigimos una sonrisa de complicidad y aceleramos la carrera.
Estaba claro que no era la primera vez que la chica corría delante de la policía, y debo reconocer que conocía el pueblo mucho mejor de lo que yo podría llegar a conocerlo. Corrimos hasta perder el aliento y nos detuvimos en un oscuro callejón. Allí nos presentamos, resultó ser una chica tímida, quién lo hubiera dicho:
-Julio- le dije con una amplia sonrisa en la cara, extendiendo la mano hacia ella. Me inspiraba confianza.
Ella es puso roja como un tomate, no entendí por qué, y me dio un rápido apretón de manos a la vez que decía con una voz entrecortada, que nada tenía que ver con la carrera:
-Lucía- calló y puso sus manos juntas tras la espalda, bajando la mirada y contemplándose los pies. Aproveché el gesto para mirarla con detenimiento. No era tan pequeña como había pensado, llevaba una falda de uniforme, a juego con una camisa y un jersey, todo gris.

El pelo era largo y estaba revuelto, sujeto con un par de horquillas que colgaban a los lados de su cabeza. Llamaron mi atención sus manos, totalmente pintarrajeadas con bolígrafo, casi hasta el codo.
Se dio cuenta de que miraba sus manos y se bajó las mangas del jersey, cubriéndolas. Me apetecía hablar con ella y tenía hambre. Mi huida de la policía había quedado olvidada. Acababa de cobrar, y le dije:
-¿Tienes hambre?, yo me comería una vaca entera y cruda. Te invito a algo, estas emociones solo se superan con una buena hamburguesa.
Ella estaba sorprendida, noté como me pasaba revista, de arriba abajo, me pareció justo, yo acababa de hacer lo mismo con ella. Me entretuve pensando lo que debería estar viendo: un chico de dieciséis, con ropa que ha ido comprando sin ton ni son, pelo algo largo (debería cortármelo), más alto que ella y poco más. Se quedó más tiempo en mi cara y dijo, para mi asombro:
-Eres muy guapo- no sé quién de los dos quedó más sorprendido, si ella, de nuevo roja (empezaba a cogerle el gusto a ese color en su cara), con la mano en la boca y cara de susto, o yo, totalmente desconcertado. Como no decía nada más empecé a rascarme la cabeza. Era una manía que tenía cuando estaba nervioso o preocupado. Ella tenía una costumbre similar, retorcía un mechón del pelo de la nuca.
Cuando los colores se volvieron normales en su cara y hubo pasado en parte el bochorno, dijo, sorprendiéndome de nuevo:
-Vale. Pero prefiero nuggets.
Tardé un poco en situarme y, así, sin decir nada más, nos encaminamos al McDonalds. Comimos en silencio y, casi al final, ella me contó parte de su historia:
-Según mis padres, soy una niña problemática. Estoy harta, y ellos también, ayer por la tarde, tras el colegio, no regresé a casa. Hoy, mientras estaban trabajando, volví y les dejé una nota diciendo que

estaba bien y que volvería al cabo de un par de días, que quería desconectar. Te pareceré estúpida.
-¿Cuántos años tienes?
-Quince. Pero cumplo dieciséis en septiembre. ¿Y tú?
-Dieciséis.
-¿Por qué estabas en la comisaría?
-Hace tiempo que vine aquí sin mis padres. Trabajo, mejor dicho, trabajaba en la tienda de ultramarinos de la plaza.
-¿Te han despedido?
-Después de lo de la policía, lógico ¿No?- No puede evitar sonreír.
-Pero no me has dicho por qué estabas allí
-Llevo casi dos años escapado de casa, me voy asentando por ahí temporalmente, y me cambio de sitio cuando me aburro- <>, pensé para mis adentros.
Continuamos hablando mucho tiempo, era maja, pero reconozco que algo infantil. Lo que daría yo por vivir con mis padres e ir al colegio. Pronto descubrí que la timidez era también una faceta, era una chica con carácter.
Si ella parecía una niña grande, no era nada con comparada con sus compañeras. Entraron de pronto como cientos, con sus risas y gritos. Y estuvieron todo el rato pavoneándose y picándose unas a otras. A nosotros no se nos veía desde su posición pero no pudimos evitar que se fijaran según salíamos. Muy discretas ellas, pararon todas sus conversaciones, nos señalaron con el dedo y chismorrearon, provocando que Lucía se sonrojase de nuevo. Seguramente mañana, sería la comidilla de todo el instituto.
Al salir, esperé a que hablara ella, yo no tenía nada que decir. Al fin, habló:
-No tengo nada que hacer ¿Damos un paseo?
Yo me encogí de hombros y avancé con ella callejeando y hablando de trivialidades. Nos preguntamos mutuamente por nuestras aficiones, proyectos, y demás cosas. Así descubrí que ella no practicaba ningún deporte aparte de la natación y que sus únicas aficiones eran la música y leer. Yo por mi parte, le conté que me

gustaba el futbol y que de pequeño quería ser jugador profesional. Lo típico.
Las horas volaban y yo hacía demasiado que no hablaba con alguien durante tanto tiempo. Hacia las ocho de la tarde noté como empezaba a ponerse nerviosa, miraba el reloj continuamente. Si hubiera podido prever su reacción no habría preguntado:
-¿Ocurre algo?
Ella se puso de pronto rígida empezó a llorar primero con lágrimas silenciosas, después con incontenibles sollozos. Me contó que no sabía que hacer, por un lado quería volver a casa y por otro olvidarse de todo, lo que me produjo una especie de dejavu, yo me sentí igual cuando me escapé.
-Deberías volver a tu casa, tus padres te quieren, te perdonarán. Cuando se calmó me dijo que tenía razón, pero no estaba segura de
la reacción de sus padres. No dije nada más. Quedó algún tiempo
traspuesta y de pronto anunció que se iba a ir a su casa. Se estaba levantando cuando se interesó por mis planes. Yo también había estado pensando. Me iba a marchar, pero todos mis propósitos se fueron por el desagüe cuando me miró a los ojos y me preguntó si me iba. Y yo, muy tonto de mí, contesté que no, con todo el aplomo que permitía la situación.
-Me quedaré algún tiempo más, me buscaré la vida.
¿Pero qué estaba diciendo? ELLOS me habían encontrado, mi parte racional me gritaba que saliera por patas pero era ella contra el resto de mi cuerpo. ¿Cómo iba a decir adiós a unos ojos que me miraban así, traspasándome las entrañas? Fue todo muy confuso. Cuando repasé la situación caminando de nuevo por las afueras del pueblo, recordé que nos habíamos despedido y que le había prometido encontrarnos mañana a la salida de su instituto, a las dos y media. Definitivamente, había perdido el juicio.
Esa noche dormí en un árbol muy frondoso que había descubierto poco después de llegar. Dormir es una forma de hablar. Me desperté en varias ocasiones asaltado por horribles pesadillas sobre ojos

nublados, ojos penetrantes, chicas que pataleaban, policías-gorila, frutas que hablaban como adolescentes alocadas…, todo junto.
El día siguiente deambulé por todos lados sin rumbo concreto. A las dos y cuarto estaba en la puerta de su instituto. Puntual, la masa de estudiantes salió de las aulas. Tuve que aguantar miradas y comentarios por lo bajo hasta que de pronto, su voz me sobresaltó justo a mi derecha, muy cerca.
-Hola, hoy invito yo.
Nos metimos en el típico bar de pueblo con sus abueletes y su apestoso olor a tabaco. Mientras dábamos buena cuenta de la merienda, observé cosas ciertamente extrañas a mi alrededor. Algún que otro movimiento inoportuno y probablemente involuntario de un brazo o una pierna, ojos que desviaban su mirada hacia mí…, hasta que llegó el dolor de cabeza que estaba esperando, el presentimiento, acompañado del resto de los síntomas. Lo disimulé lo mejor posible pero vi que aun así ella lo notaba.
Salí precipitadamente hacia el baño y cuando volví, ella no estaba. Algo me decía que no se había ido al baño o a la barra. Lo confirmé cuando no vi ni su mochila ni su abrigo en la silla. Salí rápidamente, si le hacían algo era por mi culpa. La alcancé unos metros más allá, caminaba deprisa.
-Lucía- Ella pegó un respingo, se la veía asustada.
-Hola, siento lo de antes pero de pronto me entró miedo, un hombre me miró, parecía como si sus manos no fueran suyas, solo ellas y su mirada eran extrañas, todo en un segundo. Tuve la necesidad de salir.
Para otro cualquiera que no fuera yo, eso habría significado que pasaba de mí. Pero para mí era mucho más. De repente, la mano de una viejecita que se cruzaba en ese momento con nosotros se crispó sobre el brazo de Lucía, solo un segundo, luego volvió a ser la mano que la viejecita escondió en el bolsillo de su abrigo, pero bastó para arrancar un breve chillido de mi amiga. La agarré de la mano y comenzamos a andar rápidamente hacia las afueras, buscando un lugar vacío. Poco a poco, nuestros andares fueron convirtiéndose en carrera y a nuestro paso, las miradas de la gente se dirigían un

instante hacia nosotros, miradas asesinas. Al segundo volvían a ser las miradas de niños inocentes o madres ocupadas en vigilarles. Al doblar una esquina, me encontré solo y con aquel presentimiento reconcomiéndome. Volví sobre mis pasos y encontré a Lucía en el suelo, la razón, la mano de la encargada de la perfumería en su tobillo. La sensación se hizo más intensa si cabe mientras intentaba liberarla. Cuando parecía que lo habíamos logrado, Lucía volvió a caer y esta vez poco pude hacer, tenía mis propios problemas: la mano de un hombre crispada sobre la espalda. El hombre volvió en sí y se alejó dándome tiempo a redirigir mi atención a Lucía. Todo sucedió muy deprisa: los ojos de Lucía, que de pronto brillaban más que de costumbre, paralizaron a la cajera del super que se erguía amenazadoramente sobre ella con una lata de conserva en la mano. Un chillido muy agudo que no procedía de la boca de nadie que pudiera ver a mi alrededor me taladró los oídos y seguidamente, la cajera dio la vuelta y se marchó.
Cuando llegamos al árbol, sin más percances que un par de manos que nos asieron de la camiseta, ella temblaba como una hoja y yo debía de estar igual. Ninguno de los dos habló.
-¿Qué ha sido eso?
Decidí ser sincero con ella, era la única persona que tenía lo suficientemente cerca como para, no solo percatarse de lo que ocurría, sino participar en ello.
-No lo sé exactamente, pero ahora ya sabes por qué hui de mi casa a los catorce.
-¿Qué quieren?
-Supongo que matarme a mí y por consiguiente a ti, para quitarnos de en medio.
Nos sentamos a los pies del árbol, sobre sus raíces. Ella estaba desconcertada, no era para menos.
-Pero… En la cafetería, ¿Qué pasó?
-Sentí su presencia.
-Cuéntame todo lo que sepas. Por favor.

Le conté lo que había podido observar de ellos, mis suposiciones. Que solo los sentía yo, que podían poseer a los seres, de todo tipo (tuve un problemilla con un hámster en mi casa de Madrid) pero solo durante unos segundos, tiempo suficiente para un movimiento (podía ser mortal). Que me buscaban a mí, que no sabía por qué y que me encontraron el día del incidente en comisaría.
-Pero lo que más me ha sorprendido es lo que ha ocurrido hoy. Nunca me habían atacado de esta forma. Tan intensamente. Me ha sorprendido aún más lo que has hecho tú. ¿Lo recuerdas? Tus ojos han brillado mucho, y les has expulsado del cuerpo que te amenazaba. No lo había visto nunca.
-Es cierto, cuando veía que me iba a dar he cerrado muy fuerte los ojos y al abrirlos fue como si se parase en seco, he sentido cosquillas alrededor de los ojos, he sentido frescura en mi cabeza, ha sido muy extraño.
-¿Y el grito? ¿Lo has oído?
-¿Qué grito?
-Déjame que piense… Puedes detenerlos, cosa que yo no puedo hacer, puedes atacarles, expulsarles… Pero no les ves…
-¿Qué quieres decir?
-No te van a dejar en paz, te han encontrado, como me pasó a mí. Eres una amenaza y ELLOS intentarán eliminarte.
-¿Cómo? ¿Y qué vamos a hacer?
-No sé lo que querrás hacer tú, pero yo me largo.
-No puedes irte y dejarme así. Si me han encontrado ha sido por tu culpa.
Volvió a mirarme con la intensidad característica de sus ojos. Su mirada me envolvía. Pero ahora tenía un nuevo sentido, esa mirada era un arma. No era la mirada de una chica cualquiera, eran los ojos incandescentes de la única persona que conocía mi secreto y lo compartía.
-Tienes razón. Ven conmigo.
-No pienso huir. Estoy cansada de huir siempre. Vamos a luchar.
-No sabes lo que dices. Has visto demasiadas películas. Quieren
MATARNOS. ¿Sabes lo que es eso?
-¿Qué más da? Estamos sentenciados. Llevas dos años huyendo y siempre te acaban pillando. Eso no es vivir.

-Siempre es mejor que estar muerto.
-No sé yo que decirte.
Dimos el tema por zanjado y la acompañé a su casa. Sin percances. Volver ya fue otro cantar. Estaba sin casa, en otro momento habría dormido bajo cualquier puente pero está claro que hoy no era aconsejable. Terminé por colarme en la tienda de la que había sido despedido ayer mismo y dormir sobre el suelo de piedra. El sueño fue tan apacible como en las noches anteriores, solo cambiaron los personajes de mis pesadillas.
Al día siguiente era sábado, habíamos quedado en la puerta de su casa, creo que Lucía no tenía ganas de salir sola, la comprendía perfectamente. Además, fuera por lo que fuese, tenía ganas de estar con ella aunque eso implicase luchar contra ELLOS.
Vivía en un adosado con jardín de los nuevos del pueblo. Nada más llamar al timbre, su cabeza asomó por una de las ventanas del segundo piso. Comprobó quién era y una sonrisa se extendió por su cara y, como consecuencia, por la mía. Abrió la puerta y me hizo pasar a un vestíbulo poco decorado pero elegante, el orden y la limpieza residían allá donde mirase. Al fondo, se veía una amplia cocina y en ella, una mujer y un hombre con bata dados la vuelta, desayunaban. Una punzada, que nada tenía de sobrenatural me sacudió el estómago.
Cuando Lucía volvió a bajar las escaleras, llevaba unos pantalones negros y una camiseta morada, nunca la había visto sin uniforme. Lo que me llevó a pensar en lo poco que hacía que nos conocíamos y en lo mucho que me parecía conocerla. Me pidió que la esperase, se despidió de sus padres y salimos corriendo de su casa, directamente hacia el parque, a planear nuestro próximo paso.
-¿Estás seguro de que no deberíamos llevar algún arma?- Tenía miedo, eso estaba claro.
-Ya te lo he dicho- contesté apaciguador -a ELLOS las armas no les afectan, lo único que conseguirías sería hacerte daño o hacérselo a alguien- dije señalándome con el dedo.
-Vale, vale. ¿Qué hacemos ahora?

-Pues…- lo cierto es que no lo sabía -Veamos. Yo puedo detectarlos y tú puedes atacarles.
-Y ellos pueden poseer a un simpático barrendero para que intente matarnos a escobazos.
-Así no ayudas.
-Vamos a dar una vuelta. Pensemos y si nos encontramos algún bicho de esos, improvisamos.
Era una idea descabellada pero era lo único que teníamos. Caminamos por el pueblo y pronto encontramos nuestro primer asalto.
-¡Allí!- Por primera vez en mi vida había estado deambulando para buscar la sensación y no huyendo de ella.
Cambiamos nuestro rumbo y nos dirigimos a un mensajero que estaba ordenando sus papeles encima de la moto. Como predije, de pronto paró lo que estaba haciendo y se giró hacia nosotros. Tenía la cara carente de expresión y los ojos vidriosos, además de un extraño aura a su alrededor, claro que esto último solo lo percibía yo. Mi compañera había entrado en una especie de trance y miraba al mensajero con los ojos abiertos y brillantes, la combinación era impresionante. Pronto el cartero volvió en sí, pero el nudo de mi estómago no desapareció, una chica que pasaba corriendo por nuestro lado se lanzó sobre Lucía, tirándola al suelo. Ella había cerrado los ojos, así estábamos perdidos. Lo único que yo podía hacer era ayudarla quitándole de encima a la corredora. Así lo hice y esta vez Lucía no solo abrió los ojos, también murmuró unos sonidos extraños. Volví a escuchar el grito que ya me había taladrado ayer, aquel chillido que más que grito se asemejaba a un chirrido. Pero en algo se diferenciaba, el berrido era esta vez agónico, y terminó de forma bien distinta a la última vez, disminuyendo de intensidad hasta resultar inaudible. Entonces desaparecieron mis dolores y mi instinto se relajó.
Fue entonces cuando me fijé en Lucía de nuevo, se había llevado un buen golpe.
-¿Estás bien? ¡Hemos acabado con él!
-¿Ah, sí? Qué bien, creo que me he torcido un tobillo.

Y así, sentados en un banco del parque comiendo pipas y rodeados de palomas, celebramos nuestra primera victoria, algo penosa.
-¿Cómo va tu pierna?
-Ya casi no me duele, cuéntamelo todo.
Le describí todo lo que ella se había perdido y ella me contó a mí cómo había podido con ÉL (no lo tenía muy claro), luego cada uno se encerró en sus reflexiones.
-Con esto llegamos a dos conclusiones: la primera es que solo hemos acabado con uno de los millones de peligros que acechan.
-Pero el resto serán más fáciles, seguro, solo hay que cogerle el truquillo.- Me hacía mucha gracia como trataba el tema, como si acabáramos de aprender una receta.
-La segunda es que tenemos un problema. Está claro que yo no puedo hacer nada contra ellos sin ti, y tú tampoco. Por lo que tenemos que estar juntos. He ahí el problema.
-¿Dónde?
-Despierta. Yo no tengo casa, soy un fugitivo, ¿recuerdas?
-Ahora que ya lo sabes, puedes volver a tu casa.
-Sólo si tú me acompañas.
Esa frase implicaba más de lo que parecía. Pero ella lo comprendió al instante. Y allí, en el medio del parque, con las pipas olvidadas y rodeados de palomas, la besé. Con ese beso sellaba lo que había sentido por ella todo este tiempo y mi futuro.
Desde ese instante dejé de huir y defenderme para tomar la ofensiva en la guerra que tengo destinada como vida.