El profesor de ajedrez, por Javier Valle

La vida de Julio es un misterio por descubrir. La última noticia que la historia tiene acerca de ese chico de aspecto inteligente y algo retraído es su huida. Una huida del ambiente que le rodeaba, de la gente que hasta ese momento era su familia, sus amigos y sus conocidos. La razón por la que Julio huyó aun la desconocemos.
Puede que, poco a poco y conforme vayamos descubriendo con el paso de los años retazos de su vida, lleguemos a tener ciertos trazos que nos permitan aventurarnos a dibujar algo de su retrato. No tenemos la certeza de poder llegar a conocer bien a nuestro personaje, no obstante es un camino misterioso pero a la vez bonito e intrigante, que yo, personalmente, quiero intentar recorrer. Por eso os voy a contar lo que yo sé de Julio, para ver si así, confiáis en mí y me contáis lo que vosotros sabéis de él. Solo entre todos los que le conocimos algún día, aquellos cuyas vidas se entrelazaron aunque fuera en un mínimo detalle con la suya, podremos conocerle un poco mejor. A un hombre cuya existencia parece pequeña, pero que ha conseguido algo de lo que poca gente es capaz: unir a 16 viajeros con muy distintas inquietudes y ocupaciones en un lugar recóndito del mundo para colaborar y vivir algo muy bonito durante unos días… Yo me identifico como uno de esos 16 y aquí os expongo mi relato:

El relato del Presidente:
Julio había pasado los últimos años como un nómada, visitando ciudad tras ciudad, País por País y pueblo por pueblo. Había preferido no permanecer más de unos meses en cada lugar, sin embargo, había llegado el momento de establecerse de manera indefinida en la ciudad más maravillosa que había conocido. Madrid se había revelado como una ciudad capaz de ofrecérselo todo, desde la mayor agitación y el bullicio más ensordecedor hasta rincones maravillosos impregnados de una mística capaz de hacer reflexionar y pensar al más plano de los encefalogramas.
Al llegar a la ciudad Julio notó algo que jamás había sentido al adentrarse en otra de las miles de ciudades en las que había estado, se identificó con todos y cada uno de los rincones de la ciudad, la gente no le miraba extrañada ni por su forma de vestir ni por su manera de hablar. Ni siquiera su tez morena era un elemento distintivo con los que en aquella ciudad habitaban. Por fin se sintió uno más, algo que anhelaba desde hacía tantos años.
Sin embargo, Julio encontró algo que no halló en ningún otro lugar. Personas que le apreciaban, se preocupaban por él, incluso le mimaban si me permiten la expresión. Julia y Julieta le hacían el día a día mucho más fácil y le proporcionaban algo fundamental, un abrigo sentimental que resguardaba de las más temibles tormentas. Eran para él como dos hermanas mayores que se preocupan del pequeño, dos guías que alumbran el camino, dos madres. Julia y Julieta eran muy distintas pero a la vez muy parecidas. Si me preguntaras cuál de las dos era mayor no te sabría decir, parecían nacidas a la vez, las dos eran grandes pozos de sabiduría, sin embargo cada una tenía su especialidad y no aceptaban la intromisión de la otra, con lo que en ocasiones discutían. Sin embargo las dos se amaban entre sí como buenas hermanas.
La manera en la que entraron en la vida de Julio es curiosa. Julio llegó a Madrid con un pequeño saco de monedas de oro y un baúl en el que guardaba sus enseres, nada más. No conocía a nadie de la ciudad, y por ello se dirigió a la casa más cercana y preguntó si le podían ofrecer trabajo. Resulta que Julio era un gran aficionado al ajedrez y era un gran jugador. En aquella primera casa fue rechazado, como en las 20 siguientes. Julio estaba desesperado, era de noche y no tenía donde dormir, así que se dirigió en busca de un pequeño hostal para pasar la noche. No pasaría más de una noche ya que su pequeña bolsa con monedas de oro no le permitiría más que eso, una noche de colchón duro y calor. A la mañana siguiente Julio recogía sus cosas cuando entró la dueña del establecimiento para decirle que debía dejar la habitación. Por curiosidades del destino, la dueña vio el baúl de Julio entreabierto en el que sobresalía el alfil negro del pequeño juego de ajedrez que Julio siempre llevaba encima. La dueña, desesperada por la situación de su hija, una chica lista pero que divagaba demasiado en su mundo interior, algo que no le permitía tener los suficientes conocimientos para entrar en la escuela de ajedrez de la ciudad, le preguntó si jugaba, a lo que Julio respondió que sí, que sabía e incluso había sido profesor en otras ciudades (este es un aspecto que no os había comentado acerca de Julio, solía echarle un poco de “cara” a la vida), algo no muy cierto. La mujer le preguntó si le gustaría dar clases a su hija, que no conseguía centrarse y le contó su pequeño problema. A Julio se le encendieron los ojos, -¡por fin! una oportunidad para ganarme la vida- pensó.
Julio y la dueña del hostal acordaron que él se encargaría de dar clase de ajedrez a la hija, a cambio de una cama y alimento. Sin embargo la dueña del hostal, que ya podréis intuir de quien se trataba, Julieta, no tenía lugar en su casa, y la habitación de Julio estaría en casa de su hermana, Julia.
Fue de esta manera, algo peculiar, a través de la cual Julio entró en las vidas de las dos hermanas. A partir de este momento Julio fue conociendo y familiarizándose con ellas. Por las mañanas ayudaba a la pequeña hija de Julieta con el ajedrez y por las tardes conocía la ciudad.
Con el paso del tiempo, Julio se sentía uno más de la familia, una familia a la que pertenecía Julia, y su hermana Julieta, madre de dos hijos. De la pequeña ya conocemos algo, sin embargo el mayor de los hermanos es otro cantar. Si la pequeña Lisa vivía en su mundo feliz, Frodo era aún peor. Le entusiasmaba la música, algo en lo que se había revelado un auténtico desastre. Llenaba su casa de ruidos originados por los instrumentos más extraños llegados de los lugares más inhóspitos. Unos ruidos sin ningún tipo de ritmo ni compás. Sin embargo Frodo seguía “erre que erre”, afirmando que algún día sería un gran músico al que todos alabarían. Frodo centraba todos sus esfuerzos en la música, olvidando lo realmente importante para su madre, los estudios. Eso era lo que Julieta no soportaba, ver como su hijo perdía un día y otro intentando sacar algo decente de un instrumento que costaba una fortuna, mientras sus estudios se perdían en frases como: “mama, después de este mes estudio”, “Mama, yo creo esta vez voy mejor…”
Julio sin embargo vivía en casa de Julia, una persona de inmensa valía y con un grandísimo corazón, tal como fue comprobando durante los años en los que convivió con ella. Pasado el tiempo Julia le consideraba como su propio hijo, tal es así, que incluso se preocupaba cuando se ausentaba más del tiempo razonable sin una excusa, le dejaba notas constantemente preguntando que iba a hacer, queriendo conocer sus planes, sus amistades, en resumen, todo. Julia se había convertido en su madre. Era una auténtica “brasas”. Esto a primera vista cargaba un poco a Julio, sin embargo, en el fondo de su corazón era consciente de que si hacía esto Julia, era debido al amor y a la estima que le profesaba, algo que realmente le hacía feliz.
Otro aspecto realmente destacable de la convivencia de Julio y Julia era la incapacidad de Julia para enfadarse con el joven. Si bien es cierto que el chico era de buen comportamiento, Julia siempre tenía una sonrisa en la cara para él, siempre un buen gesto, una caricia, una palabra amable, algo que todo hijo tiene que agradecer a su “madre”.
Los años que Julio pasó en el seno de esta familia fueron los más bonitos de su vida, siempre me contaba como echaba de menos el amor de esas dos grandes mujeres, como Julia se preocupaba por él, como siempre disponía de una sonrisa para dedicarle, sin olvidar las buenas comidas que las dos preparaban (muchas veces solía comentarme que Julieta conocía las artes de la cocina de Méjico, algo que le volvía loco).
No obstante, Julio era un espíritu indomable, corcel que no aguanta riendas, un mar que rompe acantilados, y su partida de Madrid no podía retrasarse más. Julio sabía que le iba a doler, tanto a él como a ellas, sin embargo era algo inevitable. Después de haber pasado tantos ratos buenos con esa familia debía irse. Un día, cuando el sol comenzaba a despuntar, y las gotas de rocío aún mojaban la tierra del campo Julio partió para seguir creciendo, seguir escribiendo parte de su historia y capítulos de nuestro libro.

Epílogo:
Después de la lectura de este capítulo, muchos ya habréis comprobado cual fue mi motivación al escribirlo.
El encargo de este libro fue algo que me llenó de ilusión, sin embargo no conseguía relacionarlo con la causa de nuestro retiro a una casa rural. De esta manera decidí ser yo quien lo relacionara, pusiera en contacto los 100 años que celebrábamos con el libro, con Julio. Así
pues, he intentado plasmar en estas pocas líneas algunos rasgos de las dos personas que homenajeamos, caracteres con los que podemos identificarlas, y por los cuales les estamos agradecidos. Este es el fundamento de mi texto y mi capítulo.
MUCHAS FELICIDADES.