Farala, por Isabel Botas

Farala despertó y entró en su ordenador para recuperar sus recuerdos, antes de que se los llevara la vigilia. Era bonito, casi siempre lo era. Quizás por eso no odiaba a Julio, como la mayoría de sus ¿compañeros?… No, no era la palabra. Nunca había encontrado la palabra para su don, ni las palabras para explicarlo, ni las frases para escribirlo… Quizás sí odiara a Julio, pero no cuando soñaba, sino cuando tenía que escribir en aquella pantalla tan blanca y tan vacía. Era curioso, tener memoria cinematográfica, pero no tener palabras. Quizás cuando inventaran la manera de enviar los recuerdos directamente desde la mente a la Central. Después de todo, ¿no habían descubierto el modo de entrar en los sueños ajenos? ¿No era lo que hacía ella? ¿Y no habían descubierto a gente como Julio?
Farala siguió delante de la pantalla vacía, en una postura de relax que hubiera resultado extraña a quien pudiera ver la actividad de su mente y la rapidez con que se sucedían las imágenes, esta vez de sus recuerdos de Julio: su encuentro fugaz en el metro, su nueva conciencia, su desesperación al intuir que era diferente, que las leyendas que había escuchado a medias eran ciertas, que le estaba ocurriendo a ella, que era posible, que se había cruzado con un Despertador y había despertado sin remedio.
Y comenzó a soñar los sueños de otros, y procuró esconderse pero la vieron, y procuró no soñar pero no pudo, y la reclutaron para la Central y no quiso, y sus sueños se convirtieron en pesadillas, y comprendió que no podría negarse pero siguió negando, negaba su don, se negaba a soñar para ellos, y comprendió que los que eran como ella odiaran a los que eran como Julio, a las personas que, con una sola mirada, despertaban en su interior un don dormido que les hacía entrar en los sueños de los demás, y tener miedo de soñar y tener más miedo de despertarse, cuando tomabas conciencia de lo que habías visto, porque los mundos en los que entrabas eran infinitos, y sólo desde la Central podías aprender a controlar dónde no debías entrar, qué no debías ver, cuándo no debías traspasar el umbral.

Así que Farala se concentró para poner en palabras lo que había soñado aquel día, pero, al hilo de sus pensamientos, le llegó el recuerdo de su último sueño libre, antes de rendirse y permitir que la Central controlara su vida con tal de no volver a vivir el terror, el absoluto terror de aquella habitación. Y entonces supo lo que podía escribir para recordar a Julio, y contar aquella extraña historia que comenzó con el primer hombre que “despertó” con una mirada al primer hombre que “soñó” un sueño ajeno, y que dividió al mundo en perseguidores y perseguidos, odiados y deseados, hasta el fin de los tiempos. Y contó lo que vio tras aquel cruce de miradas, como un flash, cuando salió a la luz de la plaza y miró, casualmente, la gran tarta de fresa y nata del Ritz, frente a ella.

Mi vida con Julio
En el 1327, la pequeña bañera albergaba plácidamente el cuerpo de una chica con los ojos posados en la grietas del techo. La chica se levantó de un salto, y una gota de agua cayó de la punta de un rizo hasta su nuca. Tocó un azulejo blanco con los nudillos al coger la toalla del colgador, se envolvió en ella y salió a una habitación empapelada de flores. Se sentó en la única silla y se recostó, apoyada en los reposabrazos, penduleando una pierna aún brillante por el agua y el gel. Un colibrí voló entonces desde el cabecero dorado y se posó en su hombro, señalando con el pico un punto en el pecho izquierdo, casi a mitad de camino entre cuello y pezón, en la base de una mínima curva ascendente. La chica cogió una aguja (una de esas finas, de las que usaba mamá para ganchillo y para probar los flanes, hundiéndola en la masa y mirando después el punto de nivel, húmedo o seco) y se pinchó en el mismo lugar donde se había inclinado la cabecita roja del pájaro. El hilillo de sangre comenzó a correr y, al llegar a la altura del estómago, la chica se arqueó y el perfil de su vientre se convirtió en una frente de león, y una pelusa que no tenía se tostó como bajo el sol de la sabana, y la sangre corrió por el entrecejo de la bestia hacia su hocico negro y más allá, camino de la gran caverna húmeda. Y, entonces, el colibrí cantó.
En el 1329, un hombre cortaba el pelo a una mujer. Era una melena larga y negra que la mujer no tenía. Dejó los mechones en el suelo, le quitó la ropa y le dio una sábana para que se cubriese. El hombre se marchó y la mujer entró en un cuarto lleno de muñecas aplicadas a sendas máquinas de coser, pero las muñecas no le hablaron: sólo había los retales esparcidos y el vaivén que imprimían rueda y pedal en las autómatas silenciosas. Las muñecas le señalaron un lugar vacío junto a ellas. La mujer se envolvió en la sábana, miró alrededor y salió por una vidriera como se sale del mar, con el cuerpo erguido y la cabeza alta. Salía también herida, como se sale de una cárcel, y los pequeños cortes en su cara y sus manos se veían brillantes a la luz del sol. Salió, y gritó, y una infinidad de caras aparecieron, llenando el espacio. La miraron, y la encontraron bella. La miraron más, y fueron esfumándose, porque su rostro y sus manos no estaban intactos. Entonces, los cristales rotos se acercaron y la cubrieron, ajustándose a sus heridas, y formaron un óvalo con sus teselas teñidas de rojo hasta el suelo, y la mujer levantó sus pies y se alzó con su cuerpo intocable encerrado en el cristal hacia el infinito.
En el 1331, otra mujer que lo tenía todo aprisionaba entre sus manos el esplendor de un jarrón de cristal mientras su hija, alta y morena como ella, miraba pensativa el círculo luminoso del oro en sus bordes; aquella mujer acumulaba cosas, cosas que ya tenía, cosas imposibles, cosas útiles, todas las cosas, y su angustia crecía al ritmo del túmulo mortal, porque sabía que todas las cosas, cuando las consiguiera, no la protegerían de un final en el que no tendría nada, como aquella habitación en que las paredes se iban estrechando según se llenaban con su propio vacío. El niño que dormía a su lado (pero no era un niño, era su marido y dormía con la boca entreabierta y un brazo bajo la almohada y el reloj asomando en la muñeca) corría en un enorme cine vacío, intentando encontrar un sitio que fuera su sitio, y su madre le gritaba “¡aquí!”, y seguía buscando, perdido también, él entre las butacas vacías como ella entre todas las cosas, quietos ambos en el sueño de un cuarto de hotel, habitación doble, vistas al dios del mar.

Siempre supe que lo estaba eludiendo como se elude lo inevitable: Como esos conductores que ya conocen un cuerpo inerte en el asfalto y sienten una aguja helada en su cerebro con cada curva, yo ya conocía el don, o la maldición, por llamarla por su nombre. Sabía de una sensación extraña que no quería reconocer, y que traducía en silencios cuando intuía que los demás no veían lo que yo; sabía de miradas de lástima o movimientos de cabeza, y de aparentes reconocimientos de desconocidos. Pero no podía odiar a Julio. Si pudiera odiarle, lo haría; pero cuando tus sueños son los sueños de tus amigos; cuando piensas que quizás sea bueno, que quizás puedas entrar en sus sueños para animarles, para cuidarles, para consolarles, para que no se queden solos con su miedo, no pude odiar a Julio. Y luego te das cuenta de que no sueñas los sueños que quieres, y el miedo es tuyo, porque tu corazón, que quiere cuidar a otros, consolar a otros, proteger a otros, se queda con los sueños de los demás y con su propio miedo, sin poder elegir ni unos ni otro.
Dicen que los que mueren son dichosos. Dicen que hay un gran túnel dorado con una luz al fondo, y que esa luz te atrae y atrae, deseándola como un muchacho desea el amor o las abejas desean el néctar. Pero desde este lado no se ve. A este lado queda la angustia de un vacío blanco, de un sueño sin sueños que no es de nadie, que está en otro sitio donde no llega tu voz ni tu mirada ni tu mente. Y, cuando fui consciente, hui de mi ciudad y sus gentes con mi secreto para no saber de ese túnel que yo no he visto; para no conocer al siguiente que lo cruzara.
Y me fui a Nueva York, y comencé a soñar en Nueva York, ¿qué lugar más lejos?. Aquí podía hacerlo sin miedo: sólo son vecinos de pasillo, de arriba, de las habitaciones con placas impares; no sé, y nunca sabré, nada de ellos. Y, para no mirar a nadie, para no reconocerlos luego, por las noches, me fijo en las cosas. En el tablero del ascensor hasta llegar al hall, en las alfombras hasta la puerta, en los letreros de las calles, en los semáforos de los cruces, en las pulseras, las uñas pintadas de rojo, marrón, negro, en los zapatos, en los sombreros (y hay tan pocos ya, excepto los grandes sombreros negros de los judíos), en los escaparates. Y compro. Zapatillas de Nike, de Adidas, de Converse, de Schmidt; relojes analógicos, digitales, multiesfera, con calendario, agenda, con radio, televisor, de sol, de arena, de cuerda, de pesas, de muelle, atómico, automático, de cuarzo, controlado por satélite, de agua, de bujía; y burbujas de gelatina, compases de cuerda, cintas de andar, aerostatos solares, billares de diez por ocho, aparatos de espía. Y, antes de volver a casa, los tiro. En las estaciones, en los taxis, en los aeropuertos: maletas nuevas, cajas sin abrir, paquetes con el precinto intacto de pulseras, de ceniceros, de trajes, de máscaras africanas, de magnéticos, camisetas; de regaliz; de inalámbricos; de gilletes, zapatos y compacts, champús, cinturones. De harina de tortitas, de relojes de sol, de bolsos de Guzzi, de estatuas de la libertad, de rotuladores de purpurina, de pañuelos de Chinatown, de cubos de rubic.
Pero sigue el miedo a la noche y al sueño, y por eso odian a Julio y a los que son como él los que son como yo: Porque el infinito de angustia no es por saber, por haber vivido con él o ella en la escuela, en el barrio, y navegado por Internet y paseado por el Retiro. Es el vacío del que muere que se queda aquí, a este lado, y llena las paredes, las sábanas, los muebles, mi memoria. Por eso ya no tengo a dónde huir: En la 1325 de aquella primera vez no soñaba nadie cuando la doncella de piso se lo encontró vestido en la cama con un tubo vacío en la mesilla.