Julio en Alemania, por Javier Canals

—Hombre, Julio, ¿qué haces tú por aquí?
Ya había coincidido con Julio en los lugares más insospechados de Europa —desde un concierto del legendario grupo madrileño Michi’s en el escenario al aire libre de Estocolmo o la final de la Champions League en Berlín, el año en que el Real Madrid consiguió su título número 25 en esta competición, hasta el carnaval en Colonia, donde pude reconocerle a pesar del original disfraz que llevaba—, pero nunca me podía imaginar que lo encontraría al pie de la legendaria roca de la Loreley, a la orilla del Rhin.
—Ya ves, haciendo turismo. Entre tantos japoneses y americanos fotografiándose mutuamente no creo que llame excesivamente la atención un español.
La verdad es que sí la llamaba. Su indumentaria, pese a la elegancia que le caracterizaba, era más apropiada para conquistar el Himalaya que para pasear o subir las colinas de pocos cientos de metros que enmarcan el Rhin a su paso por el Macizo Central de Alemania. Sobre todo su mochila, de auténtico profesional, que dejaba sentir su peso sobre las espaldas de mi interlocutor a pesar de su buena forma física. Pero no me dejó mucho tiempo para reflexionar sobre su presencia en este emblemático lugar:
—Oye, tú que eres prácticamente de aquí, cuéntanos la movida de la roca esta. Pero en alemán, por favor —siguió, en la lengua de Goethe, girando la mirada hacia un individuo rubio y alto con el mentón característico de los alemanes del norte—, para que se entere mi amigo. Por cierto, te presento a Lutz, de Rostock.
Julio hablaba un alemán impecable, si bien con un acusado acento vienés, que despertaba en primer lugar admiración y luego sonrisas entre los alemanes del norte del Danubio que tenían el gusto de conocerle.
No tuve más remedio, después de las presentaciones y del discreto apretón de manos de rigor, que relatar una vez más la saga de la Loreley. Lo hice con todo tipo de pelos y señales, más incluso que los que contiene la narración original, declamando con dramatismo las palabras de la joven de cabellos rubios que esperaba sobre la roca en las alturas la vuelta de su amado, los gritos de los barqueros que, dándose demasiado tarde cuenta del peligro, veían como sus navíos se estrellaban inexorablemente contra las rocas del recodo del Rhin antes de que el remolino los arrastrase a todos hasta el fondo de las aguas, y las amenazas del enviado del Príncipe Elector de Maguncia,

conminando a la bella Lore a buscarse un sitio mejor para esperar el regreso de su príncipe. Acompañé la narración con el rugido de las olas en la noche, el silbido del viento rasgando la niebla e incluso el silencio eterno de los muertos, de tal suerte que, antes de que acabara, ya estábamos rodeados de docenas de turistas japoneses y chinos que sacaban fotos, grababan mis palabras y recogían dinero para contratarme como guía para su periplo por Alemania.
Una vez aclarado el malentendido, y con un grupo de norteamericanos desilusionado al saber que yo no era descendiente directo de la Loreley, ni sabía dónde estaba el oro de los Nibelungos, decidimos ir a tomar una copa del típico vino afrutado de la zona a un Weinhaus situado muy cerca del embarcadero del transbordador.
Aunque conocía de sobra a Julio y sabía que la pregunta estaba de más —si quería, me contaría por sí mismo lo que estaba haciendo realmente en Alemania y, si no, no soltaría prenda— repetí mi pregunta:
—¿Realmente estás haciendo turismo? Con el equipo que lleváis tú y
Lutz podríais fácilmente dar la vuelta al mundo.
No me pasó desapercibida la mirada nerviosa que dirigió Lutz a su compañero de viaje, ni tampoco la sonrisa condescendiente con que le respondió Julio. Esperó unos segundos, jugando con los posos en su copa de vino como si quisiera adivinar el futuro, antes de comenzar a hablar.
—No está mal este Riesling. ¿Sabías que el secreto de los vinos del Rhin y del Mosela es el suelo? El sustrato de sedimentación, que se formó hace 200 millones de años, es un tipo de pizarra. Este material almacena durante el día la energía del sol y conserva las cepas a una temperatura aceptable en las frías noches de septiembre. De ese modo, las uvas pueden madurar lentamente y el mosto tiene un porcentaje muy alto de azúcar.
—¿Te dedicas ahora a la enología?—, dije con una mueca burlona.
—No, claro que no. Pero este suelo tiene mucho que ver con el proyecto que nos ha traído a Lutz y a mí a la orilla del Rhin.
Lutz iba poniéndose cada vez más nervioso. No podía quedarse quieto sobre el banco de madera y dirigía miradas descaradas a Julio, como si no estuviera seguro de que éste supiera lo que estaba haciendo.
Julio se dirigió a su amigo, acentuando su acento vienés, y le dijo:

—Tranquilo, Lutz. Creo que el encuentro con Klaus ha sido providencial. Nada más verle he decidido que es la persona que necesitamos. Nadie conoce la zona tan bien como él. Salvo los viticultores y los aldeanos de la zona, claro está, pero a éstos no podemos dirigirnos en ningún caso.
Lutz pareció tranquilizarse con la explicación de Julio, cuyo semblante cambió en un instante. Dejó de sonreír, depositó la copa de vino sobre el posavasos de cartón en la mesa sin mantel de la bodega e inició un relato sistemático, que acompañaba con serenos gestos de las manos y con miradas hacia Lutz, que se limitaba a asentir con un mínimo movimiento de párpados.
Así fue como me enteré de que los dos viajantes andaban buscando un tesoro. No un tesoro cualquiera, sino un tesoro que esperaba encerrado en algún lugar desde hacía más de cien años.
—¿Cien años? No me digas que estáis detrás del oro de los nazis.
—No vas descaminado. Pero no se trata de oro. El oro que robaron los nazis en sus conquistas durante el Blitzkrieg, la guerra relámpago, y el expolio de los judíos antes de enviarlos a los campos de exterminio se lo gastaron antes del final de la guerra. Es otro tipo de tesoro. Como es sabido, las principales figuras de la ideología nazi y el Tercer Reich, incluyendo Hitler, eran una sarta de palurdos y oportunistas. La única excepción era Albert Speer, el arquitecto que debía crear la nueva Germania después del triunfo final. Ya sabemos cómo acabó todo. Pero Speer supo rodearse en secreto de un equipo de humanistas, que lograron salvar muchas obras de arte. Ya sabes que, para Hitler, cualquier manifestación artística opuesta a su concepción germano-nacionalista era anti-arte. Quemó muchos libros y destruyó muchas expresiones de cultura. Todo lo que no pudieron salvar los hombres de Speer.
Durante esos minutos pasó por mi memoria todo lo que había leído sobre esos años. Efectivamente, desaparecieron muchas obras de arte: pintura, a partir del impresionismo, escultura, arte religioso, libros, incluyendo muchos incunables. ¡Si se pudiera recuperar!, pensé en voz alta.
—Sería una maravilla, Julio. Pero, incluso en el caso de que se conservara todavía algo, es como buscar una aguja en un pajar
—Tenemos algunas pistas. Lutz es historiador y ha estudiado todas las obras de Speer. Sabrás que en el tribunal de Nuremberg le

condenaron sólo a 20 años de cárcel. Cuando salió tuvo tiempo para escribir muchos libros y artículos.
—De acuerdo. Pero, si lo encuentras, todo eso tiene un propietario. Hay elencos de las obras desaparecidas.
—No te olvides de que han pasado ya más de 100 años. Según el Derecho Alemán, han prescrito ya todos los derechos de propiedad. Es decir, el propietario sería el Estado Alemán, pero a nosotros nos correspondería un 10 % como recompensa por hallarlo.
Además —seguí pensando en voz alta—, os haríais famosos, os contratarían para buscar tesoros en otros lugares, y podríais publicar un bestseller con la historia del hallazgo.
La reacción que advertí en mis dos interlocutores fue muy dispar. Mi impresión es que Julio se veía viajando por el mundo, dando conferencias, conociendo a gente interesante y codeándose con la crema de la sociedad. En cambio, en los ojos de Lutz vi un brillo que no me gustó. Parecía como si el 10 % no fuera suficiente para él, y aspirara a más. De todos modos, no me creí autorizado para seguir ese pensamiento: al parecer, Julio y Lutz se conocían desde hacía tiempo y actuaban siempre de mutuo acuerdo.
¡Gut!, dije en voz alta, para despejar mi mente de la nube negra que había creado la reacción de Lutz y para romper el tenso silencio. Me arremangué simbólicamente las mangas del jersey y pregunté:
—¿Lleváis las palas en las mochilas? ¿Cuándo empezamos a cavar? Los dos buscadores de tesoros se rieron, y Julio me comentó:
—Como ves, acabamos de llegar. Tenemos dos habitaciones reservadas en el hotel Loreleyblick. En principio, una de ellas estaba pensada para ir depositando algunos objetos, pero tú puedes dormir ahí. Ven con nosotros, y seguiremos hablando con más tranquilidad en el hotel.
Dicho y hecho, nos instalamos en el Loreleyblick desde el que, como dice el nombre, hubo en algún momento de su historia una vista preciosa de la mítica roca. Ahora, en cambio, no se veía más que el pilón de un puente, construido por el alcalde de Santk Goar para facilitar el trasiego de turistas a pesar de la oposición de la Unesco.
Bajamos a cenar la típica comida renana —carne marinada con compota de manzana y gelatina de arándanos rojos y un Strudel caliente con helado de vainilla—, con el acompañamiento esta vez de auténtica cerveza de barril. Durante la cena hablamos de otros

temas, alternando el alemán con el español. Lutz participaba en la conversación sólo con monosílabos, que iban asumiendo tonos más roncos a medida que iba vaciando vasos de cerveza, antes de quedarse definitivamente dormido con los brazos apoyados sobre la mesa de madera.
Julio aprovechó la despedida tácita de Lutz para ponerme al día sobre su vida. Me habló de sus viajes por todo el mundo, de los conocidos que había hecho en los distintos países, de sus proyectos para su todavía joven vida, de su Madrid, al que no había olvidado a pesar de los años que había tenido que pasar fuera, de su infancia en la Alameda de Osuna, donde su abuela le llevaba algunas veces a una timba de cartas organizada por dos hermanas, llamadas Ana y Marta, y de su salida repentina de Madrid por motivos que ya no le parecía importante revelar.
Realmente fue una velada muy agradable. El ambiente típico alemán del restaurante favorece las confidencias en voz baja. Por último, y a la vista del estado de Lutz, decidimos dejar los detalles del trabajo de búsqueda para el día siguiente. Entre los dos subimos y depositamos al alemán en una de las camas y quedamos en levantarnos pronto para seguir inspeccionando el terreno.
El opulento desayuno alemán permitió a Lutz recuperar fuerzas y ánimos. Pensé que quizá mi sospecha de la noche anterior era injustificada. Julio estaba menos locuaz y más concentrado. Al acabar nos sentamos en la mesa de su habitación y reanudamos la conversación donde la habíamos dejado un día antes. Julio cedió la palabra a Lutz, que resumió en grandes rasgos la vida de Albert Speer y sus obras. Albert Speer, un genial arquitecto, se había arrepentido públicamente de su colaboración con los nazis y, como no se le podía imputar personalmente ningún crimen de guerra, fue condenado solamente a 20 años de cárcel por su colaboración como ministro con el régimen nazi. A la salida del presidio, publicó varios libros, y vivió holgadamente hasta su muerte en 1981. En este punto, Lutz añadió visiblemente crispado:
—¿Te imaginas? Absuelto de crímenes mayores. ¡Cómo si el expolio sistemático de obras de arte no fuera un crimen!
Julio esperó a que Lutz se calmara, y le invitó a continuar con su relato:
—Cuéntale ahora por qué estamos precisamente aquí, en Sankt Goar.

Lutz prosiguió su exposición, con la admirable sistemática germana. Speer había nacido en Mannheim, a la orilla del Rhin, no muy lejos de aquí. Si se analizan sus obras y conferencias con atención se pueden encontrar indicios, aparentemente gratuitos, que hacen alusión al lugar en que nos encontrábamos.
—¿Y por qué no desenterró él mismo el tesoro?
Lutz tenía una respuesta preparada para esta objeción:
—Porque no podía. Había sido absuelto por un tribunal de guerra, que no había hecho precisamente gala de imparcialidad, y corría peligro de volver a la cárcel si se sabía que era el responsable personal del saqueo de miles de obras de arte. La mayoría de los legítimos propietarios habían acabado en lugares como Auschwitz o Treblinka. Los colaboradores de Speer habían fallecido, en la guerra o en las depuraciones que hubo después. No le quedaba más solución que dejar pistas que condujeran al tesoro y permitieran recuperarlo para la humanidad después de su muerte.
Y Julio comentó, triunfante:
—Y Lutz ha descifrado esas pistas. La solución al enigma se encuentra exactamente a unos 80 metros por encima de nosotros, en el castillo Rheinfels.
Espontáneamente miré por la ventana de la habitación del hotel. Llamar castillo a Rheinfels es poco menos que un eufemismo. Las ruinas del que fuera mayor castillo del Rhin hasta el siglo XV y después la mayor fortificación para frenar las continuas incursiones de los franceses por tierras renanas se limitaban a la torre del homenaje, pequeños restos de otros edificios, un pequeño museo y las casamatas. Se lo hice notar a Julio, que me dijo, asumiendo su sonrisa más cautivadora:
—Tú mismo lo acabas de decir: las casamatas…
Yo conocía bien las casamatas. Eran un laberinto de túneles, escaleras, salidas auténticas y falsas que se extendían por debajo del castillo, desde los 80 metros a que se encontraba el foso de acceso al castillo hasta el Rhin, y también por detrás, hacia las fortificaciones edificadas posteriormente. Durante muchos años, solía visitar con frecuencia el castillo con amigos y conocidos. Si se terciaba, solía ponerles una «trampa»: nos metíamos en un túnel ligeramente ascendente, con muchas ramificaciones laterales. Yo iba delante con la linterna y, en un momento dado, aceleraba el paso y apagaba la linterna. Con una cámara de infrarrojos grababa las reacciones de los

supuestamente «abandonados», y se las mostraba más tarde, cuando ya se habían calmado y habían agotado el repertorio de insultos en diferentes idiomas con que habían premiado mi broma. Se lo relaté así a Julio, que rió con ganas. Lutz hizo gala del nulo sentido del humor germánico y empezó a hablar del peligro de infarto y de las ordenanzas, hasta que Julio le interrumpió.
—Tenemos un plano completo de todas las casamatas de Rheinfels, y hemos identificado posibles lugares donde puede haber cámaras idóneas para el uso como almacén secreto.
—Pero Julio —añadí yo, repasando con la mente la topografía del subsuelo del castillo—, la mayoría de los túneles están cerrados por motivos de seguridad desde comienzos del siglo XX.
—También eso lo sabemos: se trata de tabiques o de rejas de muchos años de antigüedad, que no resisten a una buena sierra láser.
En ese momento vino a mi mente el relato que había oído de un guía muchos años antes: durante las llamadas guerras de religión en el Siglo XVI, un regimiento de mercenarios españoles había intentado entrar en la fortificación por las casamatas. No contaban con que los defensores habían depositado grandes cantidades de pólvora en lugares estratégicos para defender las entradas. Una vez que el regimiento completo estaba dentro del sistema de túneles, los dinamiteros, traídos de las minas de hierro de Bohemia, hicieron explotar varias cargas, aniquilando o encerrando para siempre a los atacantes.
Decidí callar mi recuerdo para no frenar el entusiasmo de Julio, que ya había continuado su exposición: por su formación técnica, conocía mucho mejor que Lutz los detectores de metales, los registradores de presión que permiten identificar a muchos metros una cámara más amplia, y el sistema holográfico en el que habían reproducido con gran profusión de detalles el subsuelo del castillo. Sacó un objeto de la mochila, no mucho mayor que los móviles que se usaban a comienzos del Siglo XXI. Después de dirigir el equipo al iris de sus dos ojos para legitimarse, lo colocó encima de la mesa. El proyector holográfico compuso sobre la mesa una representación tridimensional del castillo y las casamatas. Julio se colocó dos dedales en el dedo índice de cada mano y me fue explicando su plan, señalando en la imagen el modo de llegar a los tres posibles puntos donde suponía la cámara del tesoro. Cada vez que sonaba la palabra «tesoro», los ojos

de Lutz asumían de nuevo el brillo que había apreciado un día antes, y que seguía sin gustarme.
—Está todo claro. Pero, ¿qué rol juego yo en este entierro? —
pregunté.
—Muy sencillo: necesitamos tres personas: uno dentro explorando y abriendo tabiques, otro dirigiendo el avance con ayuda del modelo y un tercero como apoyo logístico: aportar herramientas, sacar objetos, esconder las rejas cortadas, etc.
—¿Y cómo nos comunicaremos ahí dentro? Un teléfono no funcionaría.
—¿En qué siglo vives? Hace ya tiempo que existen equipos técnicos de comunicación que no necesitan satélites ni antenas. Basta con que exista una vía física de enlace para poder comunicarnos con banda ancha.
Tuve que rendirme a la evidencia: Julio y Lutz habían pensado en todo. Además, empezaba a gustarme el asunto. No por el dinero, que ya no necesitaba, sino por la posibilidad de recuperar para la humanidad obras de arte de todo tipo. La sonrisa de Julio me reveló que se había dado cuenta de mi interés. Revisé en mi cabeza mi calendario para los próximos días: nada urgente que no pudiera posponerse. Mis clientes y amigos estaban acostumbrados a que desapareciera durante unos días para recorrer, solo o acompañado, los bosques de Alemania.
—¿Cuándo empezamos?—, pregunté por decir algo.
—Esta misma noche. Ahí dentro está todo oscuro, y de noche hay menos testigos. Hay que actuar con suma discreción. No hay que olvidar que la piedra pizarrosa transmite el sonido a mayor velocidad que el aire, y por vías no predecibles. A ver si realmente conoces bien el terreno: ¿sabes por dónde entraremos?
Tuve que reflexionar un momento. Conocía bien el castillo y sus alrededores: el arroyo Gründelbach por un lado, las fortificaciones en el plano superior, la vía de acceso a Sankt Goar… Fui descartando una por otra las entradas que conocía y dije, con un matiz de duda en la voz:
—Por el lado norte de la muralla interior. Ahí existe una entrada cubierta por ramaje, prácticamente invisible desde abajo. Además, el acceso es por rocas, de modo que no dejaríamos huellas.

Lutz abrió unos ojos como platos, asombrándose como sólo los alemanes saben asombrarse, y Julio soltó una carcajada triunfal:
—¿Qué te dije, Lutz: no es la persona indicada?
En esa época del año, el sol se pone muy pronto en el estrecho valle del Rhin. Las laderas formadas por el Rhin al tallar su cauce en la roca forman en este lugar un auténtico desfiladero. Una vez que los autobuses se han llevado a los ruidosos turistas en dirección a Heidelberg y los caminantes se han retirado a sus hoteles para forjar nuevos planes de senderismo para el día siguiente, el Rhin y sus afluentes, como el Gründelbach, se convierten en un mar de silencio. Así nadie advirtió a tres supuestos excursionistas que, pertrechados como para conquistar un cinco mil, se aproximaron al muro norte del antiguo castillo de Rheinfels. Separamos cuidadosamente las ramas que tapaban la entrada, para poder colocarlas en la misma posición unas horas más tarde, y comprobamos el estado de la reja. Julio sonrió:
—No hace falta ni la sierra laser.
Bastó un breve empujón para que la reja dejara el paso libre. No necesitamos hablar para que cada uno asumiera los cometidos previstos. Yo dispuse el material necesario al alcance de mi mano, acomodé un pequeño asiento junto a la entrada del túnel, me subí subir la cremallera del anorak y esperé a las órdenes de Julio. Lutz formaba la avanzadilla y Julio le iba dirigiendo desde un lugar estratégico, en donde había montado su proyector holográfico y su ordenador.
Después de la huida de varias docenas de murciélagos, dos erizos, una inofensiva culebra y un roedor que no pude identificar, el silencio retornó al Gründelbach. De vez en cuando escuchaba en nuestro sistema de comunicación las órdenes precisas de Julio a Lutz: «Hacia la derecha en el siguiente pasadizo. Abre el tabique. No dejes caer los escombros. ¿Qué ves ahora en posición 10 h?…» No pude menos que asombrar la precisión del trabajo de los dos buscatesoros. Se notaba que habían estudiado durante mucho tiempo el terreno.
Cuando se acercaba la hora del alba, Julio y Lutz retornaron a la base. Lutz había llegado ya a unos 20 metros de una de las cámaras identificadas, pero tenían que hacer un rodeo y derribar dos tabiques, pues uno de los túneles estaba taponado por un antiguo hundimiento. Los dos rostros reflejaban la satisfacción que da trabajar concentrado

en un tema conocido. Hasta ese momento, todo iba saliendo como esperaban.
—Mañana será otro día— dijo Julio, y añadió inmediatamente al notar el aire frío de la noche en la boca del túnel: —otra noche, quiero decir.
Queríamos volver al hotel antes de que clarease para no llamar la atención. El castillo es patrimonio nacional y está prohibido acampar en su interior. Después de unas horas de sueño reparador, Julio prosiguió su trabajo en el ordenador holográfico: fue marcando el avance del día anterior, comentándolo con Lutz, y señalando posibles obstáculos. Lutz había grabado con una cámara de infrarrojos todos los túneles y escaleras recorridos, de modo que pude hacerme una idea del estado de las casamatas. Para mi asombro, estaban en muy buen estado, y sobre todo, secas.
—Es natural —comentó Julio: el agua de lluvia no puede penetrar por las capas de pizarra, y el agua subterránea es demasiado profunda en este lugar. Si permaneciéramos demasiado tiempo en estos túneles, tendríamos problemas de silicosis por el polvo. Pero agua no vamos a encontrar.
Decidimos cenar pronto para poder empezar pronto el trabajo al caer la oscuridad. Repetimos el procedimiento de la noche anterior, pero acercándonos a la entrada por una ruta diferente para no despertar sospechas. En poco menos de dos horas, Lutz había llegado a la cámara buscada. El mensaje que nos transmitió no fue muy positivo:
—Aquí hay muchas cosas. Armas, cotas de mallas, ropa de muchos siglos de antigüedad, botijas de agua, comida, y jergones. Al parecer, habían pensado en la posibilidad de tener que pasar aquí algún tiempo durante los sitios o incluso la ocupación del castillo por el enemigo. Curioso: ni rastros de ratas. Al parecer, utilizaban algún producto para ahuyentarlas. No está mal para unos bárbaros del siglo XV o XVI. Pero ni rastro del tesoro.
Julio no se inmutó. Al contrario, prosiguió su trabajo como un verdadero científico: grabó las observaciones de Lutz en relación con la cámara, indicó a su compañero que dirigiera la cámara hacia determinados detalles de la cámara y que recogiera algunas muestras de los alimentos y marcó las vías clausuradas que había abierto. Con todos estos datos, decidió seguir otra ruta para llegar a la segunda cámara.

La segunda noche de trabajo transcurrió sin más contratiempos que el ruido originado por una manada de jabalís que bajó la ladera del arroyo a pocos metros de donde yo me encontraba.
Las horas de reposo fueron similares a las del día anterior, y también el trabajo y el descanso durante los tres días siguientes.
Al final del quinto día, el alemán llegó por fin a la segunda cámara. Al comunicarnos que estaba vacía, no pudo ocultar en su voz una cierta decepción. De regreso al hotel, comenzó a repasar sus anotaciones sobre las descripciones y alusiones veladas de Albert Speer al tesoro oculto.
Julio decidió tomar un día de descanso antes de emprender de nuevo la exploración. Aprovechamos para acercarnos a Colonia y visitar el relicario de los Reyes Magos. Julio y yo iniciamos una animada conversación acerca de las tradiciones y los hechos históricos, la densidad histórica de algunos lugares con miles de años de antigüedad y la cultura alemana. Lutz no participó prácticamente en la conversación. Era patente que sus ánimos comenzaban a decaer. Los de Julio no, o al menos no lo exteriorizaba.
Volvimos a Sankt Goar y dormimos por primera vez en una semana durante toda la noche. Me levanté de muy buen humor, que perdí al ver la cara Lutz durante el desayuno.
Por la tarde preparamos la sesión de la noche siguiente, la sexta en total. Julio expuso como siempre su plan de avance hacia la cámara. Al escuchar sus palabras, me di cuenta de que la tercera cámara se encontraba cerca del acceso Oeste, aquel que tomaran los invasores españoles de triste destino y que acabó en una catástrofe. Pensé en que quizá se encontrarían con los restos del regimiento, y decidí relatar la historia a los dos aventureros.
—Ya lo sabíamos. No creo que nos origine problemas, salvo que es probable que las casamatas de esa zona estén en gran parte destruidas. Por ese motivo, tenemos que avanzar por otro lado, relativamente cerca del foso que existe en la entrada al castillo.
Pensé que los túneles de esa zona también habían estado preparados con dinamita para sepultar a los posibles atacantes, pero no quise insistir en el asunto. Me preocupaba más el estado de ánimo de Lutz, que fue empeorando durante los días siguientes.
A medida que avanzaban los trabajos sin resultados palpables, el alemán se fue volviendo cada vez más huraño, y una arruga en doble

uve se perfilaba con frecuencia en su frente. También su relación con Julio había cambiado: a menudo discutían sobre el modo de proceder, en cuyo caso Julio cortaba la comunicación con mis auriculares. Pero retazos sueltos me bastaban para notar que había divergencias importantes en los planes de los dos aventureros. Al final del décimo día, cuando ya habíamos llegado a pocos metros de la tercera y última cámara, Julio me abrió su corazón.
—Lutz se ha vuelto loco. Le ciega el hambre de ganancia. Ha decidido no comunicar el hallazgo, si es verdad que existe el tesoro, sino vender las obras de arte poco a poco en el mercado negro. Al parecer, conoce a gente dispuesta a pagar auténticas fortunas por tener en su casa un cuadro que los demás suponen perdido para siempre. Y con el arte eclesiástico tiene planes peores, que no quiero ni contarte. Si por mí fuera, dejaría caer los bártulos y me iría hoy mismo de aquí. Pero Lutz está obsesionado y no puedo dejarlo solo.
Le comenté, asintiendo con la cabeza:
—Entiendo. Ya había apreciado algo raro en vuestra relación. A lo mejor no hay nada en la tercera cámara y se calma.
Julio no era tan optimista: —No sé cómo reaccionaría. En los últimos días ha dejado de prestar atención a la discreción, y ha abierto los tabiques a golpes, como si estuviéramos en guerra. No sé. Esperemos lo mejor.
Por un instante pasó por mi mente de nuevo el recuerdo de los dinamiteros de Bohemia. ¿Cuánto tiempo resiste la pólvora? En aquella época se solía utilizar una mezcla diferente, con carbón vegetal. A diferencia del azufre y el nitrato, este material se inutiliza en pocos años. Pero, ¿y si habían utilizado carbón mineral? Las visibles preocupaciones de Julio me hicieron desistir del deseo de comunicarle mis recelos.
Poco tiempo después nos pusimos de nuevo en camino. Tuvimos que advertir varias veces a Lutz que anduviera con más cuidado para no llamar la atención. La tercera vez sonrió torvamente y apoyó la mano sobre un bulto debajo de su anorak, a la altura del pecho, como diciendo: ¡No hay problema! Si nos ve alguien…
Julio y yo nos miramos, pero no nos atrevimos a interrumpir la operación. Lutz era imprevisible. Julio se ofreció para asumir esta vez el trabajo de avanzadilla, y dejar a Lutz al mando de los

instrumentos. Lutz reaccionó bruscamente, como picado por una víbora:
—¡Ni hablar!. El camino ya está claro, quedan pocos metros ¿Qué quieres? ¿Quedarte tú con todo para repartirlo con tu amigo? Ten cuidado con lo que haces…
Y señaló de nuevo al bulto debajo de su anorak. Julio y yo callamos para no irritarle más aún.
Yo tenía la esperanza de que la tercera cámara estuviera vacía y que todo se quedara en agua de borrajas, o de que alguien descubriera nuestra presencia por los ruidos que hacía Lutz, que podía percibir incluso sin instrumentos a casi cien metros de túneles y escaleras. Julio asumió un puesto de control cercano a la salida. Una decisión providencial, como pudimos comprobar después.
Lutz llevaba a cabo su trabajo con furia. Gruñía, maldecía a los nazis, a los judíos y a todo lo que se le pasaba por la mente, y su excitación aumentaba a medida que avanzaba hacia la tercera cámara.
Julio escuchaba con atención las maldiciones del alemán, y un oscuro presentimiento le hizo venir a donde yo me encontraba. Me hizo repetirle mi relato del ataque de los españoles y la explosión en las casamatas. Me preguntó por el tipo de explosivo que utilizaban, y le conté todo lo que había pasado por mi mente pocas horas antes. Es la primera vez que vi a Julio realmente preocupado. Intenté tranquilizarle. Julio intentó ponerse inmediatamente en contacto con Lutz:
—Lutz: Trabaja con cuidado. Es posible que haya restos de explosivos en el túnel en el que estás trabajando.
Pero Lutz no nos escuchaba. Había desconectado su comunicador, y no podíamos oír más que los golpes de sus herramientas y el ruido del material al desmoronarse.
Julio me dijo, alarmado:
—¡Tengo que ir a advertirle!
Yo le sujeté del anorak con todas mis fuerzas, mientras le decía:
—¡No hagas locuras! Ya has visto como está de excitado. No vas a lograr detenerle. Déjale hacer. Si nos descubren y viene la policía, mejor. Ya pasará lo que tenga que pasar.
De pronto escuchamos de nuevo la voz exaltada de Lutz, que había vuelto a conectar el micrófono:

—Este pasillo es diferente de los de abajo. El material es el mismo pero el tabique tiene otra forma. Hay madera y trapos por el suelo. Voy a tumbar el tabique con la sierra láser para entrar a la cámara.
—¡No lo hagas!
El grito desesperado de Julio coincidió con la explosión. Curiosamente, notamos antes las vibraciones transmitidas por la roca y un ruido metálico, que parecía venir directamente del suelo. Unas décimas de segundo más tarde escuchamos la explosión por dentro y por fuera del túnel. En una reacción espontánea, que nos salvó la vida, arrastré a Julio y nos tiramos hacia las matas que había a la entrada del túnel.
La violencia de la explosión fue suficiente para hacer temblar la roca sobre la que se apoya el castillo. Julio y yo caímos rodando la ladera hasta que una mata de acebo nos paró. Nos miramos sin darnos cuenta todavía del alcance de los destrozos. Al menos, nos dijimos después de palparnos, nosotros no estamos heridos. Y los pocos segundos se escuchó la sirena de alarma del museo del castillo, y la del hotel situado junto a la torre del homenaje. El sistema de alarma del tráfico fluvial del Rhin se hizo eco del mensaje, que llegó a las centrales de policía. En las casas situadas junto al arroyo Gründelbach se encendieron las primeras luces. Decidimos rodearlas y bajar por otra ruta hasta la orilla del Rhin. Inmediatamente llegaron los coches de policía y los camiones de bomberos. La gente no sabía lo que había sucedido hasta que, con las primeras luces del alba, comprobaron el vacío ahí donde había estado la torre del homenaje del castillo.
Julio y yo nos sentamos en un banco del paseo marítimo, agotados. Curiosamente, no se veía humo por ningún lado. No podía explicarme la violencia de la explosión. No hacían falta tantos explosivos en los túneles minados. La única explicación es que la tercera cámara que habíamos identificado se hubiese utilizado como polvorín. No llegamos a saberlo nunca.
Sin hablar, y después de arreglarnos un poco, nos dirigimos al hotel. El recepcionista estaba, como todo el pueblo, fuera de sí. Asintió sin discutir cuando le dijimos que nos íbamos de inmediato.
—Les entiendo muy bien. Ustedes han venido aquí a descansar, cosa que será imposible durante los próximos días en Sankt Goar.
En la estación de tren de Coblenza perdí de vista a Julio. Me dijo que iba a comprar algo para comer y no volvió. Los días siguientes seguí

en la prensa el curso de las investigaciones. No habían encontrado ningún resto de Lutz. Nadie se explicaba cómo podía haber explotado un polvorín en las casamatas, cerradas desde hacía muchos siglos. Las hipótesis eran muy aventuradas: desde roedores hasta campos magnéticos originados por una antena para telefonía móvil. Tampoco hubo ninguna alusión a tesoros ocultos. Si las obras de arte habían estado realmente en aquella cámara, quedaron definitivamente sepultadas bajo la torre del castillo y destruidas por la explosión.
Desde aquel día no volví a ver nunca más a Julio, ni volví al valle de la Loreley.