Esta novela es la tercera que escribió Fred Vargas en torno al comisario Adamsberg. Las páginas del libro comienzan con su llegada a la nueva brigada y con la formación de su grupo de investigadores, que comienza a adquirir relieve y color. La vida privada del comisario prevalece todavía sobre la trama criminal propiamente dicha, pero ya encontramos todos los elementos de sus obras posteriores, que han lanzado a la fama a Vargas: la intuición del policía, el trasfondo cultural e histórico, los aspectos humanos de la colaboración dentro de la escuadra, la empatía del comisario con las víctimas y con los criminales y un amplio espectro de matices humanos, que distinguen a estas novelas del estereotipo de buenos buenísimos y malos malísimos.
La novela comienza con dos líneas paralelas, así como un inciso inquietante. Una mujer acude a la comisaría a denunciar la aparición de pinturas negras con la forma de un cuatro invertido lateralmente en las puertas de un edificio de pisos en París. En otra esquina de la misma ciudad, un antiguo marino, convertido en pregonero local, recibe noticias crípticas que encierran una amenaza terrible. En el inciso, dos oscuros personajes inician un ataque en toda regla con armas atávicas. A partir de ahí comienza la investigación de Adamsberg, que tiene que recurrir a especialistas en epidemiología y psicología para poder cerrar el cerco en torno a un asesino que sabe cómo jugar con los miedos ajenos.
El relato no es tan elaborado como las últimas novelas de Vargas. No obstante, llama ya la atención, al igual que en los demás libros de la autora francesa, la humanidad de los personajes, todos ellos ejemplares únicos y originales, como en la vida real. Recomendable como introducción a la saga del comisario.
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