Esta obra es la cuarta entrega de las seis anunciadas por Almudena Grandes como «Episodios de una guerra interminable». La trama está esbozada en torno a dos personajes —Manuel Arroyo, un supuesto colaborador de Negrín, diplomático y espía, y Guillermo García, médico y filántropo, que vive en la clandestinidad los «años de la victoria»— que, de forma casi fortuita, se ven involucrados en tareas de espionaje y se infiltran en la red que ayudaba a criminales de guerra nazis o filonazis a encontrar un camuflaje en España o en Argentina y que, del mismo modo, contribuyó a canalizar supuestos «tesoros nazis».
Al igual que en las tres novelas anteriores, Grandes hace gala de sus mejores dotes de escritora. La prosa es impecable. El ritmo no decae a pesar de la longitud de la novela. La documentación, que incluye en este caso capítulos intermedios desligados de la trama como ayuda para situar a sus personajes en el contexto histórico, refleja la postura política de la autora, de sobra conocida. El listado de personajes al final del libro permite distinguir a las figuras históricas de las de ficción.
Alguno encontrará que el libro se alarga demasiado. Esto tiene varios motivos: permitir un encuentro y una borrachera final de los dos protagonistas, relacionar a sus personajes con las de otras dos novelas (Inés y la alegría y Las bodas de Manolita) y, también en buena parte, incluir las dictaduras militares de los años 70 y 80 en Argentina y en otros países sudamericanos en su infierno particular de «malos malísimos».
Y es que, para Almudena Grandes, el mundo está dividido en buenos y malos. Y ella sabe quiénes son unos y otros. En el libro, esta frase se pone incluso en boca de uno de los hijos de Guillermo. Entre los malos se encuentran por cierto los «indiferentes», los que «no toman partido, partido hasta mancharse», por citar a Gabriel Celaya.
Está en su derecho. Pero a veces se echa de menos una escala cromática un poco más diferenciada.
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