Lorenzo Silva afronta con su inconfundible estilo un capítulo muy especial de la historia reciente de España, la llamada guerra sucia contra el terrorismo de ETA. Y lo hace con un personaje muy suyo, por su historia, por sus reflexiones y por esa especie de intuición moral que, pese a las propias acciones y al descreimiento del protagonista, le lleva a darse cuenta de lo que está bien y de lo que está mal. Este dilema, la necesidad de recurrir a unos principios éticos y de negar al mismo tiempo los principios clásicos, sean religiosos o filosóficos, es una constante en la creación artística de los últimos años, sea literaria o cinematográfica.
El protagonista, llamado simplemente por su nombre de guerra, Púa, ha perdido un hermano como daño colateral de un atentado de ETA y, como consecuencia, poco tiempo después también a sus padres. Cuando un reclutador llamado sencillamente Araña le invita a formar parte de una unidad especial de la Compañía, supuestamente la del tricornio, se ve obligado y con derecho a tomar parte en la lucha oculta, siempre que él mismo no tenga que ensuciarse las manos más allá de lo que le parece sostenible. La narración alterna esta historia del pasado con una trama más actual, unas dos décadas más tarde, en la que un Púa retirado atiende a la petición de su antiguo compañero de afanes, de sobrenombre Mazo, e intenta liberar a la hija de este, Vera, de la situación en que vive, sin saber que con ello hurga en un avispero y despierta fantasmas muy reales.
La trama es realista y creíble, los personajes muy humanos y el entorno político y social reproduce con pocas pinceladas aquellos años en los que la cuestión implícita ocupó a un país entero: ¿es defendible que un estado de derecho recurra a métodos ilícitos para combatir a un grupo que, de hecho, ha declarado la guerra a este estado y comete actos criminales amparado por la impasividad de un país vecino? La respuesta a esta pregunta no es tan sencilla como parece desde la perspectiva actual. Silva, y su protagonista, adoptan la postura racional y políticamente correcta, vista desde nuestros días. Uno de los personajes, Irene, pareja temporal y engañada del espía infiltrado, da una respuesta más emotiva a la cuestión: nada justifica que una madre tenga que enterrar a uno de sus hijos. Silva acompaña la trama de la novela con muchas páginas de argumentación ética que no me permito valorar, y que recuerda a los pensamientos de Bevilacqua en otros relatos del autor.
Una buena novela, que podría abrir un interesante debate y despertar conciencias.
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