Comencé a leer a Edurne Portela cuando publicó una documentación llamada El eco de los disparos sobre la reacción en el País Vasco y en el resto de España al terrorismo de ETA y su recepción en las artes. El libro salió a la venta cinco años después de que la organización terrorista anunciara su renuncia a la lucha armada y contiene numerosas referencias a libros, películas, música y otras manifestaciones culturales de las posibles posturas asumidas.
Tanto este libro como Formas de estar lejos y, ahora también, Los ojos cerrados, contienen elementos autobiográficos, que ceden el paso a un tema más profundo. En este caso es la violencia, tanto puntual como de larga duración, de que ha sido testigo y sigue siéndolo un pueblo de nombre y ubicacón irrelevantes, llamado por ese motivo Pueblo Chico, presentado como un entorno cerrado, rodeado por una niebla espesa que, así se dice, se come a los hombres que se aventuran en su interior.
Los personajes principales son Pedro, un anciano soltero que ha sido testigo o protagonista de sucesos y situaciones de los que no se habla, o solo en susurros y sobreentendidos, y Ariadna, una joven traductora que se muda al pueblo con su compañero y que, sin saberlo todavía al llegar, está profundamente ligada a la historia del pueblo y de sus habitantes.
La novela, de corte moderno, nos lleva en saltos temporales a escenas pasadas, a la vida corriente y a la necesidad de convivir con los fantasmas del pasado en una comunidad cerrada, envejecida, que subsiste entre el olvido y el rencor, prefiriendo a veces no saber o hacer como si no supiera. En sus páginas se sugiere que la violencia engendra siempre más violencia, salvo que se aprenda a salir de los círculos viciosos en que nos movemos. Me ha gustado mucho.
Breve cita del libro, asumida del Internet:
Las lindes del pueblo, donde acababa la vida y empezaba la nada, eran invisibles, no obedecían a las leyes de la naturaleza. Algunos pensaban, incautamente, que el río y la montaña marcaban el territorio, pero la realidad era otra muy diferente. La frontera entre estar y no estar, entre vivir y desaparecer no siempre se situaba en el mismo lugar y por eso los habitantes del pueblo tenían que estar siempre atentos. Si uno se equivocaba y traspasaba la linde, no había vuelta atrás; si daba el paso equivocado, simplemente desaparecía.